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Tú serás… mi última mascota: Capítulo 1

Rafael Soto Baylón

“Cuanto más conozco a las personas más quiero a mi perro”
– Lord Byron

Yo, como las casi ocho mil millones de personas que existimos en este ajetreado mundo y otras tantas que ya fumaron cigarrillos marca Faros, desconozco lo que nos ocurrirá después de la muerte. Si iremos al limbo, al cielo o al infierno. Ni Dante, en su magnífica Divina Comedia, me dio una respuesta satisfactoria.
Por tanto, lo único que conozco es esta vida. A veces me dan ganas de creer que soy consecuencia de una reencarnación y que algún pecado muy grave habré cometido para que Dios o el Orden del Universo, me haya enviado junto con tres hermanas (posiblemente rompí un arquetipo en el mundo de las ideas de Platón). Pero en contraparte habré hecho algo muy bueno para hacer que me acompañaran mascotas toda mi vida (Seguramente aconsejé acertadamente al todopoderoso en una difícil encrucijada).
Si bien recuerdo, a los cinco años tuve la primera fiel y verdadera compañía. Fue para el glorioso Día Mundial de Todos los Genios, el 21 de agosto, que en mi fiesta de cumpleaños, mi tía Lola puso en la mesa de regalos una bolsa de papel. Otra de mis tías pensó que eran dulces y la abrió con la mirada llena de glotonería. Pero en el fondo estaba un perrito dormido, acurrucado, serio, de raza pequeña, amarillo por fuera y amoroso por dentro que me fue entregado en propia mano. Él se acurrucó conmigo y de ahí en adelante pasamos doce años juntos. Ya traía nombre “Clavel” porque a sus otros hermanos los habían bautizado con nombres de flores: Jazmín, Rosal, Amapola y Jacinto. Y Clavel fue un gran amigo. Cuando me correspondió ir a la primaria, primero él me acompañaba a la escuela que estaba como a trescientos metros. Había que cruzar una calle “grande”, un parque y ahí me esperaba el centro educativo. Pues sí, mis padres o mis hermanas mayores que yo -aunque últimamente hacemos cuentas y resulté el de más edad- me llevaban de la mano a mi querida Fernando Montes de Oca y Clavel vigilaba atentamente el trayecto. Cuando iban por mí también el perrito los acompañaba. Pero pasaron los meses y en aquella tranquila colonia –todos nos conocíamos- pronto fui y regresé solo. Y el Clavel me llevaba al santuario del saber, cuando entraba al salón de clases -con la maestra Manuela Olivas- él se devolvía a casa. Pero a la hora de la salida él iba por mí. ¿Cómo lo haría si no sabía –eso creo- leer el reloj? Pero en la plaza ahí estaba muy puntual sentado esperándome y juntos regresábamos al hogar. No faltó un solo día, no llegó tarde nunca. Tampoco me ladraba, me veía, me esperaba y de ahí, en una amena charla, volvíamos a la santidad del hogar. Al Clavel nunca le hizo falta predigree, ni raza sofisticada ni exótica. Ni entrenador ni quién le diera órdenes. Todo lo necesario y más lo tenía de sobra en su pequeño corazón.

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Esta historia continuará…