Rafael Soto

“El compadre de mi compadre… ¿es mi compadre?”. “No necesariamente” me contestó mi compadre. El compadre de mi compadre era un buscador de tesoros empedernido. Con ello quiero decir que vivía, amaba, dormía, respiraba, comía, bebía, platicaba, soñaba y añoraba con los tesoros. Él iba de aquí para acá oyendo de las “viejitas y los viejitos de antes” los relatos de riquezas escondidas en una mina, en una noria, en un hoyo, en las paredes o en los pisos de una vieja casona de adobe allá por Aldama, por Rosales, por Cuauhtémoc, por Chihuahua, por Anáhuac, por Guachochi… allá por donde fuera. Por donde había vivido una familia de mucho dinero, por donde había pasado Villa que dicen acostumbraba enterrar sus botines, por donde los monjes habían ocultado sagrados objetos de oro, plata y piedras preciosas durante los cristeros, por esa casa donde había vivido un viejo avaro que nunca en vida gastó un solo centavo. En su mente abrigaba celosamente los datos, fechas, lugares que los platicadores de historias platicaban. No los apuntaba en un papel porque lo haría sospechoso, los almacenaba en su juicio, ahí los recopilaba y los procesaba. Cada dato, para quienes no comprendían su profesión, aparentemente sin ton ni son, era importante. Caminaba por las calles como un vagabundo. Esa vagancia era solo aparente. Escuchar mitos y leyendas era parte de su trabajo. De esas narraciones ya había inferido la localización de uno que otro tesoro, uno grande, como para dejar de trabajar un año, otros más pequeños. Los más eran simples baúles o petaquillas repletas de billetes villistas, de fotos, de cartas de amor, de documentos otrora importantes o de fierros viejos sin valor.

Como todo profesional, contaba con los instrumentos, los medios y el tiempo para dedicarse en cuerpo y alma a su labor. Desde los años sesenta ya tenía una troca de las que hoy llamaríamos “todo terreno”. Le adaptó una caja de herramientas, cargaba con lámparas de ferrocarrilero y unas sordas de seis pilas grandes, detectores de metales de distintas clases y categorías -para tesoros superficiales o para tesoros profundos- lo más moderno de la época comprados directamente en El Paso. En contraste, porque como los tesoros son un misterio, cargaba mapas y planos antiguos, varillas y péndulos magnetizados. Dos escaleras, una grande y la otra chica, para subir al cielo, decía. No podían faltar los escapularios, agua bendecida, palmas benditas, tierra de camposanto, un crucifijo muy viejo de madera y un enorme rosario de hierro que encontró en sus primeras andanzas. Una gran lona con la que fácilmente armaba una rudimentaria pero confortable tienda de campaña. Útiles de cocina y un viejo y fiel rifle calibre 22 que brillaba como nuevo, para que lo cuidara de todo mal. Cargaba su pico y pala, siempre pulcros, “que resollasen de limpios” decía él. Pensaba que los tesoros se esconden, se escabullen, que no a todos se abren, hay que ser un predestinado. Rezaba con fervor oraciones antes del inicio de la búsqueda. El compadre de mi compadre lo llegó a acompañar algunas veces a sus aventuras y a sus rezos. En esas correrías aprendió la oración al Señor de Carácuaro: “oh, señor mío de Carácuaro/ santo Cristo milagroso/ porque eres tan poderoso líbrame de todo mal/ de robos en camino real, de pleitos y heridas mortales y de bravos animales en cerros, montes y llano/ cúbreme con tus manos y tus ojos sacrosantos. Líbrame, señor de espantos, de fuertes aguaceros, de rayos, torbellinos y de malos vecinos. No te separes de mi y concédeme irte a ver a tu sacrosanto templo, amén” y la del Santo Niño de Atocha: “Sapientísimo Niño de Atocha, protector de todos los hombres, amparo de desvalidos, médico divino de cualquier enfermedad. Poderosísimo Niño, te saludo, te alabo en este día y te ofrezco estos tres padres nuestros y aves Marías con Gloria al Padre, en memoria de la jornada que hiciste encaramado en las purísimas entrañas de tu amabilísima madre, desde la ciudad santa de Jerusalén hasta Belem. Por los recuerdos que hago hoy me concedas lo que te pido, para lo cual interpongo estos méritos y los acompaño con los del coro de los querubines y serafines, adornados de perfectísima sabiduría, por eso espero, preciosísimo Niño de Atocha, feliz despacho en mi súplica, sé que no saldré desconsolado de ti, y lograré una buena muerte, para así acompañarte en Belem de la Gloria, amén”.

Veinte veces había ido hasta Fresnillo, Zacatecas, a cumplir las mandas por los tesoros encontrados y cuarenta más iría si fuera necesario. Y es que decía que a los tesoros los resguardaban espíritus celosos. Decía que él había sido elegido por dios, a través de un especial don, para que buscara, encontrara y desenterrara tesoros. “Cuando el tesoro se deja, se deja; cuando no, pos no” decía insistentemente. “Los entierros son como las mujeres, hay que saberlas escuchar y cuando te dicen que no, es no, porque a juerzas ni las botas entran”. Con él aprendió que los entierros son entidades vivas que saben ocultarse o darse a conocer por medio de enigmáticas señales. Las luces, que la mayoría de las veces sólo se dejan ver de noche, deben ser interpretadas correctamente. “A veces los espíritus te dicen que te acerques, y las riquezas están a flor de tierra. Muchas veces ni la pala tienes que usar. Pero las rojizas te advierten del peligro y tienes que alejarte. Ni con equipo de perforación petrolera, ni con los mejores detectores, encontrarás algo. Y también, si las luces te hacen ademanes para que acerques o para que te vayas, hay que hacerles caso. En otras los aparecidos cuidan los tesoros: si son obscuros son malos, si son blancos, buenos” le explicó varias veces. Dicen que la mejor época para encontrar tesoros es durante semana santa, pero no es cierto. Es cuando las almas están tranquilas, dispuestas.

Por los años 70, el compadre de mi compadre andaba haciendo sus investigaciones por el barrio del Santuario, por esa rancia colonia de ricos. Su intuición le hizo acercarse a dos viejas que platicaban animadamente. Con el pretexto de pedir informes para una dirección, fumarse un Faro y pedir un vaso de agua, estuvo atento a la conversación. Una dijo que la hermana de la sirvienta de la casa de al lado, hacía mucho tiempo, había cogido un buen trabajo. Buena paga. Poco qué hacer. El patrón la había enviado hacía unos quince o veinte años a su rancho cerca de Cuauhtémoc, por el rumbo del camino a Rubio, a cuidar un árbol, ah, sí, un naranjo. No hacía otra cosa más que echarle agua, quitarle las yerbas malas, sacudirle las plagas, arreglarle la poza, pintar el tronco con cal y agregarle fertilizante. Eso era todo. Pero hacía como tres años que la trabajadora había fallecido y no habían mandado a nadie a reemplazarla.

¿Cuidar un naranjo con tanta dedicación? Se preguntó. Pero si por el rumbo de Cuauhtémoc no se dan las naranjas. Es una región manzanera, eso sí. Pero no es negocio pagarle a alguien para que cuide con tanto celo un naranjo, ni bueno ni malo. Y con esa lógica de los buscadores de tesoros infirió que si a alguien le preocupaba el porvenir de un raro árbol, raro para el lugar en el cual lo plantaron, era porque tenía que ver con algo importante. Debía ser la clave para localizar un tesoro, pensó.

Invitó a su compadre a ir en búsqueda de la riqueza, esa que a veces vuelve locos a los hombres, aún a los más bragados. Con pocos datos -porque no podía permitirse el lujo de averiguar de más ni mostrar demasiado interés y con ello despertar la curiosidad de los lugareños- se lanzaron a buscar el preciado naranjo. Ya por aquellos rumbos, en esa troca tan fuerte, preguntando por aquí y por allá, pasando unos días en el pueblo, otros durmiendo bajo la lona, otras soportando la lluvia, sus indagaciones dieron resultado. Encontraron el rancho del naranjo. El árbol verdeaba airoso. El rancho se notaba descuidado. No había ranchero ni capataz que lo cuidara. Había muchos palos caídos, en otros tramos faltaban trozos de alambres de púas. Ahí vivía el olvido, la desolación y muy posiblemente riquezas cercanas.

Llegaron de tarde. Rezaron. Se cuidaron muy bien de ojos indiscretos. Al compadre de mi compadre la adrenalina lo había transformado como se transmutaba cada vez que iniciaba una búsqueda. Le había explicado muchísimas veces que para sacar un tesoro no hay que ser demasiado ambiciosos. Pero que eso no depende de uno, “hay que cuidarse mucho porque es fácil caer en la avaricia desmedida, hay que cuidarse mucho compadre, mucho, mucho”.

Cuando constataron que no había nadie a los alrededores, hicieron el campamento. Luego sacó sus detectores de metales. El más moderno empezó a gruñir como desaforado y el compadre de mi compadre a hacerle segunda ¡Aquí está! ¡Aquí está! ¿Está seguro? ¡Seguro compadre! ¡Aquí está! ¡Por eso plantaron ese árbol, para que el tesoro no se perdiera, por eso lo cuidaron tantos años, exactamente a diez varas del árbol! exactamente rumbo al sur, entonces, debe estar enterrado a no más de cinco varas de profundidad. Hizo una cruz con agua bendita. Tomó el pico y empezó a escarbar. Pasaron los minutos y el hoyo empezó a crecer y la tarde a despedirse. Cada media hora cambiaban de turno. Y cuando ese agujero ya contaba con más de tres metros de profundidad, el pico pegó contra algo hueco. ¡Ahí está…! ¡Ahí está! Grito casi fuera de sí el compadre de mi compadre arrojando el cigarro recién encendido, viendo desde el borde el agujero… ¡Siga escarbando, compadre! ¡Ahí está! ¡ya lo puedo casi ver, se oye, se siente, ahí está! ¡buígale!…

De pronto mi compadre vio la mirada de su compadre… estaba como en transe. Lo desconoció. Parecía que uno de los espíritus se había apoderado de él. Pensó en los pecados capitales. De los ojos de su compadre salía fuego, su boca escupía palabras inentendibles y gritos apasionadas, fogosos, peligrosos; los dedos de sus manos crecían como los de las garras de una bestia lista para atacar… la leve iluminación de la lámpara de petróleo lo había desfigurado, la luz de la luna se apagó ante una solitaria y negra nube… ¡Ahí está! ¡lo encontramos! ¡lo encontramos! ¡Al fin, lo encontré! ¡sabía que no me había equivocado!…

Mi compadre se dio cuenta de su precaria situación. Él se encontraba dentro de una fosa de varios metros de profundidad. Las escaleras –grande y chica- estaban en la superficie. Y su compadre sufriendo con los síntomas la fiebre del oro tan común en los buscadores de tesoros. El rifle 22 lo tenía a un lado su compadre… y efectivamente, el pico había tocado algo como de madera, hueco, con la bota retiró un poco de esa tierra blancuzca y sí, algo había… un féretro, un baúl, sí, algo había…

Trató de tomar el control de la situación. No, aquí no hay nada compadre, y golpeó con el pie lejos de donde estaban esos trozos de madera que podían sentirse… écheme la escalera, ya me cansé. Quiero fumarme uno de sus Faros y… pero, ¡compadre, si ya estamos cerca! ya lo encontramos, sígale, qué le cuesta, ¡todavía es temprano! ¡sáquelo, vamos a sacarlo! ¡démelo!… No, ya es tarde, y parece que va a llover… ¡cómo va a llover si nomás hay una nubecita!… Nada, nada, ya le dije que estoy muy cansado, écheme la escalera, le ordenó con autoridad, con el miedo escondido, con la muerte respirándole en la nuca, hablando fuerte para que no oliera su terror, como para que no lo viera hundido en esa zanja.

A regañadientes le bajó la escalera. Mi compadre subió y se lanzó tras los Faros. Quería estar lo más lejos posible de esa tumba. Tomó la cantimplora y bebió un gran sorbo de agua fresca, muy fresca viendo de reojo a su compadre. “si quiere, sígale compadre, yo de aquí le echo la luz”. No se sabe si el compadre de mi compadre malició algo pero no quiso bajar… “ya es tarde, compadre” mejor vámonos a Cuauhtémoc y allá descansamos en el hotel. Sirve que nos tomamos unas cervezas y descansamos. Mañana le seguimos. Mi compadre le siguió la corriente. Levantaron el campamento, se fueron a Cuauhtémoc. Rentaron un cuarto, cenaron, tomaron cerveza y pronto se fueron a dormir. Como buenos hombres de campo, a las cinco y media de la mañana ambos estaban despiertos y levantados. No se dijeron nada. Tomaron sus cosas, las subieron a la troca y en un tácito y silencioso acuerdo regresaron a la capital. En el trayecto platicaron de muchas cosas pero nada de lo ocurrido la noche anterior.

A mi compadre ese episodio todavía lo tenía preocupado por el hubiera… ¿hubiera sido capaz mi compadre si después de que yo sacara el tesoro, tronarme de un balazo? Él tenía el rifle. Nadie sabía que andábamos juntos, nadie sabía dónde andábamos. Mi compadre era un alma sin dueño, sin freno… Todo el tesoro hubiera sido para él, mi fosa ya estaba cavada por mi… ¿hubiera sido capaz? Todo era demasiado sencillo, un disparo y después tapar el agujero, dejar todo como estaba y ni quién se hubiera dado cuenta.

Pasaron las semanas, tres para ser exactos. Regresó a Cuauhtémoc. Fue hasta el rancho, encontró el naranjo. Ahí estaba el agujero. Se acercó y lo vio con más detenimiento. Parecía que efectivamente habían sacado algo, un cofre, una caja, algo, porque aún era posible ver las marcas que deja un objeto cuando lo expulsan de la tierra “¿habrá encontrado el tesoro mi compadre, un tesoro grande?” nunca lo supo porque jamás lo volvió a ver.

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