Rafael Soto Baylón

Esa frase la dice un estimado amigo. No digo su nombre porque no tengo permiso para usar su enunciado. Pero la considero porque los noticiarios nos informan que son varias las ocasiones en las cuales un grupo de muchachitas y muchachitas agreden a uno con toda alevosía, ventaja, traición. Son unos montoneros. Y es que la violencia se ha apoderado de todos los sectores del país con la complacencia de las autoridades quienes simple y sencillamente ni la previenen, ni la detienen ni la castigan, ni la ven ni la oyen.
Me he calificado como pacifista. Hace años platicábamos en familia y yo dije que nunca me había liado a golpes con nadie. Mi mamá tomó la palabra y dijo “sí, una vez. Traías pleito casado con uno de tus compañeros de la primeria (sí, cómo aúllan esos lobos) y lo citaste aquí, afuera de la casa. Me advertiste que no fuera a intervenir. Llegó el tal Fernando. Se dieron de manotazos. Se revolcaron ahí, en la tierra. Yo lo vi por la ventana. Rezaba a tu favor, por supuesto. Y de pronto, no sé quién, dijo “ahí muere”. Se levantaron muy polvoreados, se dieron la mano y terminaron la pelea. Y tan amigos como siempre”. Yo comenté “no lo recuerdo, pero de seguro me dieron hasta por debajo de la lengua”. “No, se dieron como lo que eran, niños”. Los dos se golpearon pero nada del otro mundo”. En fin, sigo sin recordarlo pero bueno, cosa de chiquillos.
Otro de mis amigos sí era muy peleonero. Cada rato andaba con la camisa desgarrada. Le quebraban los lentes. Perdía tenis. Un chichón por aquí otro por allá. Pero eran enfrentamientos por motivos justificados o tonterías entre chamacada. Con valores, con reglas no escritas que todos respetaban. La principal, si dos se traían ganas y se peleaban, era nada más entre ellos. Nadie se metía. Hacíamos una rueda animando a nuestro amigo, pariente, compañero pero no interveníamos. No estaba permitido usar ningún tipo de armas sino las manos limpias. ¡Dale!, decíamos pero en ese desorden estaba prohibido ir más allá de la defensa de la de la novia, del amigo, de la hermana, del equipo, de la familia, del honor.
Por supuesto que alguien a veces –pero era raro- rompía las reglas y se armaba con un bate, un palo o una piedra. Pero sus mismos amigos lo hacían desistir. “Pela como hombre, no como maricón. A mano pelona” le decíamos aliados y contrincantes. Eso sí, cuando era claro que uno de ellos era derrotado con solo decir “¡Ya estuvo!” era suficiente. El ganador dejaba de golpearlo, se levantaba y hasta le daba la mano para ayudarlo a levantarse. Y ya. A veces llegaba el profesor, el director, la prefecta, el conserje, el vecino, el hermano mayor, el papá o la mamá a poner paz donde la paz ya había triunfado.
Yo nunca vi a alguien armado con pistolas. Algunos presumían que usaban un arma mortífera oriental que eran dos palos atados con un lazo. Se llaman Nunchaku pero el populacho les decía de otro modo, chankus o algo así. Pero eran más de espectáculo que útiles al momento de la disputa.
También de niños y adolescentes jugábamos a la guerra. Con tremendos enfrentamientos a liga ligazos. O los mortíferos misiles eran cáscaras de naranjas. O nos tirábamos con resorteras los frutos de las lilas.
También se acostumbraba que si dos grupos iban a enfrentarse cada uno escogía su mejor luchador. Y ahí se daban y uno ganaba. Pero a veces había empates. Y la paz volvía por sus fueros.
No recuerdo que dos o más muchachitos hayan golpeado a uno. Es posible que haya ocurrido. Siempre alguien rompe las reglas. Pero no eran comunes.
Uno de mis alumnos llegó a clase con un ojo hinchado. “¿Qué te pasó?” le pregunté. “Es que anoche fui a llevar a Lucy (su novia y compañera) a su casa. Vive por La Villa (en esos tiempos era osado meterse a esos barrios). Un cholo iba detrás de nosotros, de pronto nos rebasó, pero cuando lo hizo me aventó la mochila y mire cómo me dejó” “¿Un solo cholo? ¿Un cholo solo?” “¡Sí, uno solo!” “¡Qué bárbaro! Una vez nos enfrentamos cuatro contra quince y batallamos pero les ganamos” “¿Ustedes cuatro, profe?” “No, nosotros quince, si no somos tan brutos”. Por supuesto el final es falso.
Volvemos al tema principal: la violencia. Si se han fijado después de un inicio de siglo con muertes por todos lados, de sicarios, de ser espectadores de ajusticiamientos, de atestiguar cómo los asesinos cumplían sus encargos, de tanto escuchar disparos ya sabíamos si se trataba de pistola, R15, Cuernos de Chivo, si al aire, si secos. Esa era a los chihuahuenses nos dejó una herencia. Ya casi nadie se atreve a usar el claxon. Porque no sabes si el agredido se baja con armas y te dispara. Estamos viviendo la violencia y desgraciadamente nos estamos acostumbrando a ella. En esos años cuando la policía cerraba calles ya éramos tan insensibles que decíamos “Mmmmm, ya mataron a otro”. Y con disgusto desviábamos el camino. Lástima que en nuestro país el terror es Morena de todos los días. Para el presidente vivir en la zozobra es como hacerlo en una isla porque todos estos lamentables acontecimientos son hechos aislados.
En fin, fuimos una generación de peleas en la calle, en las escuelas y hasta en los salones de clases. Jugábamos a las guerritas, a las batallas entre policías y ladrones (yo siempre estuve del lado de la ley), a indios y soldados. Pedíamos de regalo al Niño Dios pistolas, metralletas, rifles, granadas o en el cumpleaños revólveres que disparaban corchos. O aquellos que les ponías un rollo de pólvora y sonaban según nosotros muy fuerte. Pero que yo sepa, ninguno de mis amigos, vecinos o condiscípulos se dedicó a la delincuencia organizada. Nuestros juguetes eran bélicos, pero nosotros crecimos (algunos no mucho) más pacíficos que el Atlántico. Y tiene razón mi amigo, “Ya no hay valores”.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *